LA SILLA DE LA COCINA

Ahora que tanto se habla de la silla de pensar, recuerdo que yo tuve una silla muy especial: la silla de la cocina.

Mejor dicho tuve dos: una en casa de mis padres y otra en la casa de mi abuela.

La silla en sí, no la recuerdo, de hecho es lo menos importante de esta historia.

Lo que si recuerdo, es que solía sentarme cuando mi madre hacía sus guisos caseros y hablabamos, y hablabamos...
Jamás se cansó de responder a mis planteamientos y a mis preguntas insidiosas de adolescente. Sus respuestas más o menos acertadas, estaban ahí, me acompañaba.

En esa parte de mi vida, mi madre estaba conmigo y algo de esos momentos de la silla de la cocina llevo conmigo.

Por otra parte, también pasé parte de mi adolescencia, concretamente los años de instituto, en casa de mi abuela materna, porque la casa de mi abuela era más tranquila para estudiar y preparar los exámenes.

Compartimos cama y yo me lo pasaba genial con sus bromas y chascarrillos.

Mi abuela es una profesional de la reposteria y normalmente los días de fiesta y domingos el horno y el fuego se encendían: rosquillos de vino, borrachuelos, profiteroles, pudding, flanes de naranja, coco, tartas de queso, tocinillos de cielo, bizcochos, hojaldres...todo en cantidades industriales para repartir en cestitas a toda la familia y algún conocido. Y ese olor a canela, matalauva y masa recién hecha, llegaba a todos los rincones de la casa.

Mientras aprendía a cocinar, también aprendí a mirar los colores y sabores de la vida. Aún hay alguno que se me queda atascado y necesito de un poco de agua para digerirlo mejor, pero es parte de mi aprendizaje.

Mi abuela, también fue mi confidente, de mis primeros novietes y  me hablaba del respeto, de quererse, de tener serenidad para afrontar las cosas...

Dos mujeres que me han acompañado durante mi vida.

Dos mujeres que no han perdido la sonrisa en los momentos menos dulces de sus vidas y que viven su dia a día, sin más pretensiones.

Dos mujeres que utilizaron la silla, para estar más cerca de mí.